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La Antojana

15.00

La Barzaniella, Asturias, en la España de 1952, un lugar entre montañas en el que reside una estirpe de hombres nobles por su conducta, recios en su afán de superación y aguerridos por la influencia ancestral de las peñas circundantes. Una geografía en la que el infortunio y un especial abandono, han contribuido a hacer de la supervivencia una hazaña difícil de resolver.

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Descripción

La Barzaniella, Asturias, en la España de 1952, un lugar entre montañas en el que reside una estirpe de hombres nobles por su conducta, recios en su afán de superación y aguerridos por la influencia ancestral de las peñas circundantes. Una geografía en la que el infortunio y un especial abandono, han contribuido a hacer de la supervivencia una hazaña difícil de resolver.

En este ambiente, Armando Montaña y Josefina Gancedo contemplan cómo llegan a su vida, al unísono, un hijo con dudosa paternidad y un cerdito que promete ser el sustento que garantice la supervivencia familiar dentro de una existencia que los acosa y dificulta la satisfacción de sus propias necesidades.

Tal vez fuese esa vida entre desgracias y necesidades la que diese lugar al insistente rumor de lo que, siendo conocido, clamase por salir a la luz. Un cuchillo salido de una fardela, una hoja que, en la carne tierna, liberara los profundos remordimientos y temores desconocidos, cumplirían con la imperiosa necesidad de justicia.

Quien me contó esta historia, no se detuvo en detalles. Quizás fue a media mañana, a la hora de la salida de los trabajadores de La Empresa o, posiblemente, entre los bocoyes de vino o en la penumbra del estraperlo cuando la noche ya se había instalado sobre La Barzanie­lla. Lo cierto es que no lucía el sol, los ruidos del laboreo eran como siempre, lejanos y molestos o se habían camuflado ya entre las sombras.

Lo que sí sé, es que esa noche Josefina Gancedo subió al cuarto, se vistió con el camisón de franela blanco y recogió el pelo hacia atrás con dos imperdibles laterales. Cerró las contraventanas con las fallebas, apagó la vela de la palmatoria con un soplo suave e intuyó la figura silenciosa de su marido a su lado. Se metió lenta­mente en la cama convencida de que otro sueño, sin duda diferente, podría hacerla un poco feliz.

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Booktrailer y Primer capítulo


1

Cuando Josefina Gancedo empezó a notar la intensidad y frecuencia de las contracciones se vistió con un camisón de franela blanco, recogió el pelo hacia atrás con dos imperdibles laterales, cerró las contraventanas con las fallebas y encendió la vela de la palmatoria con una cerilla que tenía en el cajón de la mesita. Luego, se palpó la barriga, como sujetándola y recordó lo que le habían dicho: los bebés cambian la suerte de las familias. Se metió en la cama a esperar el parto.
Nada más cortar el cordón umbilical y zarandear al bebé para que notara la existencia del mundo, Aurelia anunció que era un niño rubio y menudo, que pesaría unos tres kilos y mediría alrededor de cincuenta centímetros. Lo envolvió con cuidado en un lienzo azul y lo colocó sobre el pecho de la madre. El recién nacido empezó a lloriquear como si lamentara haber abandonado aquel recoveco sagrado y acogedor.
Josefina Gancedo sintió que despertaba de un doloroso sueño casi interminable. Sudorosa. Con gesto fatigado. Como sumida en una mezcla de goce y remordimiento. Tapó con sus manos al recién nacido recostado junto a su cara y le dio un beso tierno en la frente húmeda y arrugada. Después sonrió tras mucho tiempo sin haberlo hecho de aquel modo y se sintió relativamente feliz.
—Ya puede entrar el padre —anunció Aurelia mientras recogía los paños que había utilizado en el parto, se lavaba las manos en una jofaina colocada sobre un palanganero en la habitación y las secaba con una toalla que le había ofrecido Lola.
Armando Montaña apareció en el cuarto con cara de padre indefinido, enfundado en su mono de trabajo. Se acercó dubitativo a la cama de la parturienta y se agachó sobre ella con precaución para besarla en la mejilla. Se detuvo a medio camino cuando la vio sonrojada con el rostro desencajado y sólo atinó a decir: una boca más.
—Nos traerá suerte —afirmó la madre con voz asustada y fatigosa al verlo vacilante, sin razonar aquella sentencia general mirando al pequeño que mostraba un aspecto malhumorado, igual que si comprendiera que empezaba a molestar por haber llegado al mundo a la hora de la siesta.
—Está sano —dijo Aurelia y caminó a paso lento hacia la escalera para ir a la planta baja.
En una olla, sobre la cocina de carbón, hacía rato que hervía un caldo formado con agua, una cebolla, dos dientes de ajo machacados en un mortero de madera de iroko, un nabo, una patata troceada, una hoja de laurel y una pizca de sal. Quince minutos antes, Lola le había añadido unos trozos de gallina y un chorrito de aceite.
—Esto le sentará bien para reponerse —dijo Lola.
—La madre es fuerte, joven y feliz. Yo tengo en el vientre un concierto de relinchos desbocados. Demasiados años y demasiados niños ya —medio poetizó Aurelia.
—¿Quiere usted una taza también? —preguntó Lola.
—No me vendría mal.
Lola ya sabía de la costumbre y sólo le preguntó por si negaba, que no era frecuente y, para no ofenderla, pues sabía las necesidades de la partera.
—El caso es que se críe bien. Lo demás no importa —dijo Aurelia mientras soplaba suavemente sobre la superficie de la colación pajiza y humeante y sostenía el tazón con las dos manos.
—¿Qué es lo que no importa, Aurelia? —preguntó Lola curiosa.
—Lo que sea… —dijo aquella concentrada en el refrigerio y para orillar el resto de la afirmación.
—¿Cómo lo que sea? Hay algo que está callando, me parece —insistió Lola.
—Cosas que suceden en el mundo, mujer —aclaró Aurelia.
—Como no se explique mejor…
—¿Estás en la casa y no lo sabes? ¡Eres tan joven! —dijo la comadrona.
—¿Qué tiene que ver esto con la juventud? —preguntó Lola cada vez más intrigada.
—Que los años dan la experiencia y tú no la tienes.
—Usted sí, supongo.
—Efectivamente.
—¿De qué le sirve? —volvió a preguntar Lola.
—Me pones de los nervios, chica. ¿Has visto la carita de ese niño?
—¿Qué sucede con él?
—Que no se parece nada a tu hermano.
—¡Tonterías! Acaba de nacer…
—¡Inocente! ¡Eres tan buena! —exclamó Aurelia.
—Usted es muy inventora.
—En estos pueblos las noticias vuelan. Pero, déjalo. Tengo que irme.
—Otro día le paga mi hermano. Ahora está muy nervioso —advirtió Lola pensativa ante las respuestas indefinidas de la mujer.
Poco después, Aurelia salió de la casa despidiéndose.
—Que lo crieis con salud, a pesar de todo.
Armando Montaña se cruzó con la partera entre la cocina y el vestíbulo. Se detuvo un instante hasta que la mujer salió. Meditaba las últimas palabras que había escuchado entre Lola y la comadrona, giró la cabeza y dijo para avisar a su hermana.
—Me voy al trabajo.
—No te quedes por ahí cuando salgas. El niño te espera —advirtió Lola y subió a la habitación de la parturienta con el caldo en una taza sobre un plato llano mientras lo removía con una cucharilla.
Armando Montaña escuchó en silencio la recomendación de su hermana y se fue a La Empresa hullera donde trabajaba de carpintero. En cuanto entró en el taller informó de la noticia a su compañero de banco Evaristo Junquera. Éste le dio la enhorabuena con un apretón de manos y una sonrisa sin matices.
El cielo estaba ennegrecido. En apenas unos minutos sería noche cerrada.
A las cinco y media de la tarde se oyó la sirena con un zumbido entre alarmante y laboral. Los obreros desfilaron hacia sus casas con los monos sucios y el paso vivo.
Del Cuartín anejo a la cocina, Lola recogió un cubo de carbón para avivar el fuego. Cuando Armando Montaña regresó del trabajo el fogón desprendía un calor soporífero que invitaba al recogimiento.
Del techo de madera vista colgaba la bombilla sujeta por un cordón en coleta cubierta con un platillo blanquecino en la parte de abajo. Por un lateral de la casa, una ventana enrejada se hundía en un camino de herradura hasta el marco inferior de los primeros cristales. De vez en cuando, se escuchaban las pisadas de los vecinos sobre el empedrado calzando madreñas de clavos y caminando con paso prudente y destino incierto o el transitar cansino de las vacas que bajaban hacia el abrevadero. En ocasiones, ladeando el rabo, dejaban caer sus excrementos con total indiferencia llegando a salpicar los cristales de la ventana.
—¿Cómo va la cuna? —preguntó Lola a su hermano nada más regresar del trabajo.
—Me faltan dos semanas para acabarla.
—El niño no puede dormir con vosotros. Es una persona más.
Josefina Gancedo estaba sentada en la cama con un cojín doblado tras la espalda amamantando al niño que succionaba el pecho materno como un poseso y que, de vez en cuando, producía leves sonidos al deglutir como si no supiera todavía qué era más importante: alimentarse o respirar.
Armando Montaña subió al cuarto y miró al bebé y a la esposa, pero ninguno reparó en él. El niño por niño y la madre por madre estaban en plan de querer conocerse cuanto antes.
—¿Cómo está el pequeño? —preguntó Armando Montaña tras unos segundos de espera y temiendo recibir una respuesta negativa, como le había sucedido cuando preguntó por su madre, que estaba postrada en sus últimos días y el médico no podía hacer otra cosa que certificar su enfermedad hecha de tristeza prolongada por su inesperada viudedad cuando todavía era una mujer joven y él apenas un rapacín. Una imagen que se le había quedado grabada para siempre.
—Muy bien —respondió su mujer—. ¿No ves que es un bebé?
—Claro —dijo él y bajó a la cocina.
El domingo amaneció con un sol tímido que a media mañana iluminó la cresta caliza de la peña Sobia. Armando Montaña se levantó pronto tras una noche sin apenas dormir. El niño mamaba a cada rato. La madre le había dicho a su marido que saliera de la cama porque no había sitio para los tres y porque le daba vergüenza sacar el pecho delante de él.
Medio somnoliento tomó una taza de leche con pan mientras leía con parsimonia las noticias en un trozo de periódico de hacía varias semanas que informaban sobre el desarrollo de la Guerra de Corea. A pesar de que era festivo fue al taller de La Empresa para avanzar en la fabricación de la cuna. Colocó los barrotes laterales que ya tenía cortados. Puso las tablillas que hacían de somier. Probó los balancines y limó los extremos durante un rato para que encajaran.
Dos días después, Josefina Gancedo bajó la empinada escalera, muy prudente, muy despacio y con el niño en brazos. Se sentó en el banco de la cocina y le destapó la cara con mucha parsimonia para que lo viera su tía.
—Aquí parece más grande —dijo Lola haciéndole una caricia en la barbilla y mirándolo con curiosidad y duda—. No le saco el parecido —afirmó.
—Eso qué importa. El caso es que tenga salud —dijo Josefina Gancedo.
—Ya sabes cómo es la gente. Que si se parece a la madre que si al padre…
—Tonterías que no vienen a cuento. Salió de esta barriga y eso es suficiente.
Cuando a mediodía regresó Armando Montaña del trabajo y nada más cruzar el umbral de la cocina, un cerdito se le metió entre los pies y le obligó a tambalearse al intentar esquivarlo.
—¡Demonio de bicho! —exclamó mirando al suelo y apoyándose en la pared.
—Lo trajo tu compañero Evaristo Junquera hace un rato. Es por el nacimiento del niño —dijo su hermana Lola.
Armando Montaña se quedó mirando al animal y éste para él como si estuvieran presentándose.
—¡Ese Evaristo…!
El esquitón apenas tenía 10 días. Al verse observado, dio media vuelta y se metió debajo de la masera. A cada poco gruñía cauteloso como preguntando algo que nadie entendía mientras asomaba la cabeza por un lado con las orejas muy tiesas.
—Tiene hambre. Es un cerdo listo —afirmó Armando Montaña dando a entender que el breve intercambio de miradas era suficiente para saber cuáles eran las necesidades fisiológicas del animal y sus capacidades intelectuales.
—¿Ya te encuentras bien? —preguntó a su esposa.
—Te dije que nos iba a traer suerte —repitió mirando al bebé—. ¿Dónde vas a meter el cerdo? —lo interrogó sabedora de que la supervivencia familiar dependía de aquel animalito—. Ese bicho también necesita un aposento.
—En la cuadra, con La Linda —respondió él.
—A ver si lo mata de una patada —advirtió Lola—. Nos va a dar la vida. Hay que cuidarlo.
Armando Montaña entró en El Cuartín, se vistió la chaqueta de pana, volvió a la cocina y se agachó donde el cerdo se había acurrucado temeroso. Ambos se miraron de nuevo y el animal, como si lo entendiera, dio unos pasos hacia el hombre, olisqueándolo. Éste lo cogió en brazos mientras le decía palabras tranquilizadoras y lo llevó a la cuadra con discreción para no ser visto por el vecindario. Echó un poco de paja seca en un rincón, bajo un tablero horizontal de un metro de altura y le dijo mostrándole el dedo índice erguido por si el bicho lo comprendía: no te muevas de ahí. A continuación, cogió un taburete de tres patas, lo colocó al lado de la vaca, se sentó en él y ordeñó un poco de leche para un recipiente. El cerdo lo miraba desde el escondite gruñendo y sin pestañear. Armando Montaña le acercó el cuenco y le dijo que comiera, que la leche estaba caliente y sabrosa. El animal agachó el hocico sobre él, husmeó brevemente y al cabo de unos minutos en los que escrutó el cuenco por un lado y otro, se retiró profiriendo sonidos carrasposos como protestando impotente. Armando Montaña se dio cuenta de que estaba sin destetar y no sabía comer solo. Fue a la casa y volvió con un biberón. En cuanto le acercó la tetina al hocico el cerdo succionó ávido y contento. Un rato después, el hombre volvió a la casa satisfecho.
—La Linda no está buena —afirmó al entrar en la cocina.
—¿Por qué lo dices? —preguntó su mujer.
—Me costó mucho sacarle apenas un litro de leche. Tuve que trabajar con las ubres un buen rato. Está escosa, la pobre —dijo Armando Montaña.
—Ahora es cuando más la necesitamos —se lamentó la mujer.
—Esa vaca tiene ya muchos años —la justificó él.
El lunes, cuando estaba aullando la sirena a primera hora de la mañana y nada más entrar en el taller, Armando Montaña le dio un apretón de manos a Evaristo Junquera sin atinar a decir una palabra.
––Es un gochín sano. Se te criará bien. Ya lo verás ––dijo éste gritando entre el ruido acumulado de sierras y golpes que hacían mudas las conversaciones. Armando sólo le dio las gracias acercándose a su oreja y, acto seguido, miró de lado a la cuna que tenía en un rincón junto a su banco de trabajo.
Durante la jornada laboral, Armando Montaña estuvo tentado a trabajar discretamente en la pequeña cama. Pero la presencia del encargado y el trabajo que tenía pendiente le impedían seguir con ella. Evaristo se ofreció a realizar operaciones que le correspondían a su compañero, pero éste se negó, diciéndole que no quería cargar en él sus labores y que la terminaría en casa los fines de semana.
Al llegar la tarde comenzó a llover. Se hizo de noche antes de lo habitual y las luces de los caminos próximos hacían sombras extrañas que se movían parsimoniosas. Un estruendo que sobrevolaba el pueblo como un muro al desmoronarse se estrelló contra la peña y rebotó sobre la de enfrente formando una carambola de truenos y flotantes juegos de luces. Poco tiempo después, se oía el correr del agua por las cunetas empinadas.
El niño se echó a llorar al primer estampido. Lola subió a la habitación para ver qué le pasaba. Lo cogió en brazos, lo meció levemente y el niño se calló. Comenzó a succionar el chupete con fuerza y se quedó adormilado.
Por la mañana, un camión entró por la antojana frente a la casa de Armando y aparcó unos metros más allá. Guillermo Sotillo saludó al conductor que abrió la parte trasera de la caja y colocó unos tablones desde el borde de ésta hasta el suelo.
—¿Cuántos traes hoy? —preguntó Guillermo Sotillo.
—Ocho —dijo el conductor.
Guillermo Sotillo llamó a su operario para que lo ayudara. Entre los tres hombres colocaron el primer bocoy de vino en el borde de la caja del camión, lo empujaron lentamente hasta el principio de los dos tablones colocados en paralelo y, usando unas palancas apoyadas en la tierra, lo dejaron rodar lentamente hasta caer sobre unos neumáticos viejos. Lo empujaron haciéndolo voltear sobre la panza y rodar hasta el almacén sobre la gravilla con un sonido de molienda.
Algunos hombres del pueblo se acercaron ofreciéndose para echar una mano. Aunque los tres ya tenían tal maña para la colocación de los toneles de seiscientos kilogramos cada uno sobre pedestales a cuarenta centímetros del piso dentro del almacén, precisaban la colaboración de los vecinos, porque no sólo era necesaria destreza sino fuerza también. Aquellos se prestaban con buen ánimo, porque sabían que al final eran obsequiados con un buen trago. Guillermo Sotillo era consciente de que ese caldo, ya embotellado, lo beberían ellos, además de los vecinos pertenecientes a los concejos limítrofes.
—Esta mañana llegó el camión con el vino —informó Josefina Gancedo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó muy serio su marido.
—De sobra lo sabes tú. Cualquier día te cae la casa encima —sentenció ella.
Armando Montaña fue hasta la cuadra para ver a los dos animales, de ese modo quería demostrar sus ocupaciones y justificar ante la mujer su ausencia en el almacén de Guillermo Sotillo. Con la linterna de pila cuadrada enfocó en varias direcciones el interior del establo. La Linda estaba recostada de un lado con la mirada perdida sobre el pesebre y el vientre como esparcido sobre la paja y el cerdo de pie en su rincón, gruñendo muy bajo. Armando Montaña limpió el estiércol de ambos animales, echó una brazada de hierba a la vaca, la azuzó para que se levantara, y, mientras comía medio desganada, ordeñó en una caramañola un litro de leche para el puerco y otro para la casa. Cuando acabó de ordeñarla se dio cuenta de que le quedaba muy poca en las ubres, y con escasas posibilidades de producir mucha más. Ya no era La Linda de los treinta litros al día. El cariño por aquel animal disimulaba la realidad de un ejemplar escuálido, resquebrajado por el tiempo que, poco a poco, había ido sumiéndose en la extenuación.
—Hay que llamar a don Lucas —dijo cuando llegó a casa.
—Tengo apego a ese animal —afirmó Lola.
—Lleva muchos años con nosotros —apuntó Josefina Gancedo—. Ya la compró el abuelo, pero no alcanzará para el niño.
—Habría que ponerle un nombre al esquitón —dijo Lola igual que si la vaca ya la diera por perdida y quisiera tener otro animal bautizado en el establo.
—No quiero poner nombre a la muerte —dijo Armando Montaña.
Josefina Gancedo miró a su marido y, seguidamente, a su cuñada. Sabía que, en unos meses, cuando fuera adulto, el cerdo iba a ser sacrificado. Todavía estaban en el aire los berridos de los que habían matado en el último sanmartín y la imagen de los cuerpos de esos animales colgados por los tendones de las patas traseras en los portales de las casas con el vientre vacío, las orejas colgando, las pezuñas al viento y una sensación de amenaza desde su verticalidad carnosa y casi humana.
Josefina Gancedo cortó unos ajos y los echó en aceite caliente que tenía en una cacerola sobre la cocina, removió con una cuchara de madera y espolvoreó un poco de pimentón. Retiró la cacerola del fuego y lo revolvió de nuevo.
—¿Nos queda algún huevo en la masera, Lola?
—Ayer comimos el último. Hoy cenaremos las sopas sin huevo.
Josefina Gancedo no dijo nada. Acercó la cacerola de nuevo al hogar, vertió agua en ella y, cuando estaba caliente, echó dentro las rodajas de pan duro cortadas muy finas. Al poco rato lo condimentó con una pizca de sal y removió despacio mientras el volumen de pan menguaba. La probó con la cuchara de madera y se la ofreció a Lola.
—A mí me gustan —dijo ésta.
—A falta de otra cosa…
La fritura del ajo con el aceite daba un olor particular a la estancia. Los tres cenaron las sopas de ajo sentados sobre el banco arrimado a la mesa.
—La Linda fue una gran vaca —sentenció Armando Montaña, como rememorando el pasado.
—¿Por qué dices eso? La vaca sigue ahí —afirmó su mujer.
—Mañana aviso a don Lucas. Él sabe mucho —dijo Lola.
—A lo mejor son imaginaciones tuyas. La vaca no está tan mal —dijo Josefina Gancedo, como si quisiera evitar la presencia del veterinario.
Sagrario Valdés vivía allí cerca, a una cincuentena de metros de la antojana. Por la mañana llegó con la santa que rotaba por todas las casas. Una figura de la virgen dentro de un mueble que se llevaba colgado por un asa, que tenía dos puertas que se abrían hacia los lados y una que subía en forma de triángulo con el borde dentado. Josefina Gancedo recogió la santa y la colocó en un rincón de la cocina.
—Hay un olor extraño en el camino desde hace poco, ¿no te has dado cuenta? —dijo Sagrario Valdés.
—A mí me huele como siempre —dijo Josefina Gancedo.
—Serán cosas mías. Adiós.
Sagrario Valdés se fue después de sembrar la sospecha. Josefina Gancedo se quedó mirándola mientras se alejaba camino arriba. En la distancia vio que se paraba con otra mujer y hablaban gesticulando. De vez en cuando giraban la cabeza para mirar hacia atrás.
Cuando acababa de sonar la sirena del mediodía llegó don Lucas. Armando lo acompañó hasta la cuadra. La Linda estaba recostada sobre su lado izquierdo. En el establo había un olor mezclado entre el estiércol de la vaca, del cochino y otro extraño y nuevo que no presagiaba nada bueno. Un rayo de luz entraba por un ventanuco situado en la parte trasera que llenó la estancia de telas de araña antiguas. Las maderas del techo estaban cubiertas del polvo blanquecino desprendido por el heno.
—¿Cómo la ve? —preguntó Armando Montaña.
—Tiene bastantes años. Por lo que puedo observar, no es que la vea enferma, la veo vieja, eso sí.
—¿Podemos hacer algo, don Lucas?
—Contra la enfermad del tiempo poco se puede hacer. Estos comprimidos disueltos en agua le darán cierta energía. Pero…
El veterinario le entregó los medicamentos.
Armando Montaña le aseguró que ya le pagaría por la visita y las pastillas, porque en ese momento no podía.
Don Lucas recogió su instrumental y lo metió en un maletín. Dio un golpe suave sobre el lomo del animal y se quedó medio inmóvil, como dudando, antes de irse.
—¿A quién… a quién se parece el niño? —preguntó cambiando el gesto y con el tono de voz menguado, igual que si llevara esas palabras memorizadas desde que lo avisaron del nacimiento del hijo de Josefina y poder soltarlas en aquel momento.
—No lo sé —respondió Armando Montaña sin mirarlo siquiera.
Fueron apenas dos semanas el tiempo que duró La Linda. Había perdido más peso todavía en los últimos días. De la grupa sobresalían los huesos de la pelvis como dos perchas abandonadas. Los cuernos habían perdido su lustre nacarado y parecían haberse podrido por dentro. Los hermosos ojos de antaño se habían extraviado, las pestañas se tornaron deshilachadas y el brillo de su esclerótica se había vuelto opaco y turbio. La lengua amoratada le colgaba por un lado de la boca babeante. Parecía, incluso, que había menguado de estatura.
Cuando llegaron del matadero a recogerla, mostraba dificultad para mantenerse en pie. Josefina no quiso verla irse y Lola se santiguó ante la virgen que estaba en el rincón de la cocina. Armando Montaña la acompañó caminando a su lado hasta el camión, diciéndole en voz baja: Vamos, Linda, vamos, mientras la acariciaba por el lomo para darle fuerzas, como si la muerte no fuera dolorosa y cruel, mientras se limpiaba con el pañuelo cuadriculado en azul los lagrimones inútiles y cegadores que le brotaban de los ojos.
Desde cierta distancia, algunas mujeres observaban a La Linda con su caminar indeciso. Unas tenían los brazos cruzados sobre el pecho o, con una mano, sujetándose la mandíbula o entretejiendo un pañuelo entre los dedos. Más allá, un anciano la observaba con expresión grave, con la mano izquierda metida bajo la axila que sujetaba una larga vara de roble apoyada sobre el suelo.
Nada más arrancar el camión, Armando Montaña empezó a sentir una tiritona por todo el cuerpo como si hubiera caído desnudo en un lago glacial. Entró en la casa y se arrimó al fuego. Hizo una cueva con las manos y las colocó sobre la boca echándoles el aliento como el que quiere revivir un polluelo abandonado sobre la nieve. Luego las metió bajo los sobacos por si el frío entraba a través de ellas inundando sus entrañas y, de ese modo, alojándolas allí, quisiera interrumpir ese flujo extraño e imprevisto que lo invadía todo. Así estuvo un rato entre reflexivo y congelado. Con la imagen de La Linda aprisionándole la mente al recordarla con medio cuerpo asomando por la parte alta de la caja del camión sin volver la cabeza siquiera para despedirla por siempre.

2

Unos nubarrones zanganearon sobre los picachos de la Cantábrica, se trasladaron hacia el norte y quedaron medio presos entre las colinas más elevadas que rodeaban al pueblo de La Barzaniella.
Faltaba poco tiempo para la Navidad. Aquella noche parecía que iba a ser más silenciosa que de costumbre porque no se escuchó el ulular lejano de los búhos ni el ladrido alarmante de los perros. Sólo unas horas después de la medianoche se empezó a sentir el tintineo reposado de las vestechas. Gotas intermitentes que se iban descolgando del extremo de las tejas, pero que no alcanzaban para anegar las cunetas enmarañadas de zarzal ni para humedecer en profundidad las tierras de cultivo ni para convertir en torrenteras las veredas vecinales.
Armando Montaña no concilió el sueño hasta muy tarde. Desde la cama empezó a ver el clarear del día que entraba por una rendija de la contraventana. El reloj de bolsillo que tenía sobre la mesita marcaba las ocho y notó más luz de la normal que en otros días a esa misma hora. Cuando se levantó y observó el exterior, vio una manta de nieve que cubría el pueblo y las laderas de las montañas.
Se vistió los pantalones de pana sobre los calzoncillos marianos de franela, la camisa de invierno sobre la camiseta de felpa con manga larga. Se calzó las zapatillas Wamba sobre los calcetines de lana, y con sigilo se dispuso a salir de la alcoba.
—¿Ya te vas? —susurró Josefina.
—Sí.
Bajó la escalera. Entró en el retrete para orinar. Fue a la cocina. Echó agua de un cubo en una palangana colocada sobre un banco, cogió una pastilla de jabón Lagarto y se lavó las manos y la cara. El agua estaba fría a pesar de estar en la casa y su contacto le recordó el repeluzno que lo había asaltado la noche anterior. Luego se puso el chaleco color trigueño, la chaqueta de mahón, la boina negra y se calzó las madreñas sobre las zapatillas. Miró de nuevo el reloj de cadena que llevaba en un bolsillo y al poco sonó la sirena de La Empresa que convocaba a los trabajadores. Salió a la carretera y se unió a los otros obreros.
La capa de nieve daba una luminosidad nueva al pueblo. Los árboles se habían reclinado por el peso, como saludando. Los tejados mostraban la ondulación blanca de su estructura y, en el suelo, empezaban a dibujarse las huellas de las pisadas: primero en armonía y vistosidad, más tarde amontonadas y, finalmente, formando charcos negruzcos de barro y nieve derretida que se iban acumulando en las cunetas.
A mediodía apareció un tímido sol que jugueteaba con nubes armiñadas mientras el reverbero de la nieve cegaba a la gente.
Al regreso del trabajo, antes de entrar en casa, Armando Montaña fue a la cuadra. Nada más cruzar la puerta notó el olor que había dejado La Linda y se le reavivó la tristeza. Miró en rededor para revisar los espacios que había ocupado durante tantos años en aquel reducto. Desde un rincón el cerdo lo observaba expectante. Armando Montaña se dio cuenta que ahora tenía que pagar la leche para la familia y para el lechón. Fue para la casa, llenó el biberón con parte de la leche que quedaba en una jarra y regresó al cubil para dársela al cochino.
—Ahora pórtate bien —dijo al encontrase cara a cara con él, como si el animal pudiera entenderlo.
—Florinda Vinagre ha subido un céntimo el litro de leche. Dice que hay poca hierba en los pajares —informó Josefina Gancedo.
—Hay más gente que la vende —aseguró Lola.
—El cerdo tiene que comer —dijo Armando Montaña mientras levantaba la tapa de la masera y mostraba la jarra con menos de un litro—. Hasta dentro de una semana no me pagarán por lo que hayan aprovechado de… La Linda.
—Ese bicho pequeño es nuestra salvación —dijo su mujer—. En unos meses tendremos de todo.
—Hasta entonces habrá que arreglarse —afirmó Lola.
Aquella tarde, Armando llevó la cuna para La Casuca. Un pequeño local frente a su casa donde fabricaba algunos aperos para el vecindario. Estuvo trabajando en ella un buen rato hasta que la luz que se colaba por una pequeña claraboya del techo empezó a decaer. Se sentó sobre el arcón de las herramientas, lio un cigarro de tabaco de cuarterón y fumó durante unos minutos. Frente a él, la cuna sobre el banco de trabajo parecía más grade que colocada en el suelo. Se acordó de lo minúsculo del recién nacido y veía que le iba a sobrar espacio por todas partes.
—Mañana acabo la cuna —dijo a la hora de la cena.
—Menos mal —dijo su mujer—. Tengo sueño atrasado y dolor de espalda.
—La podemos poner en mi habitación que hay más espacio —dijo Lola.
—Los del matadero pagan mal —interrumpió Josefina Gancedo.
—Ya debieran, pero se están atrasando —aclaró Armando.
—El cerdo come todos los días —afirmó Lola.
—Donde come uno comen dos —sentenció Armando.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su mujer.
—Que el niño es muy pequeño todavía y tú tienes unos pechos sobrados.
Tras la cena, Lola empezó a coser un calcetín metido en una bola de madera desgastada sin apenas levantar la cabeza. Josefina salió cerrando la puerta de la cocina, subió la escalera de madera con pisadas de enojo y rabia para ver a su hijo. Esperaba que la presencia del niño la redimiera del enfado. Armando no tuvo tiempo de observar la cara de su mujer, pero sospechó su contrariedad.
—Josefina es una buena mujer —aseguró Lola.
—¿Yo no? —preguntó él saliendo de la casa hacia el bar La Parra.
La ventisca de la noche borró las huellas del día e impuso su nueva uniformidad sobre el poblado.
Al contrario de otras veces, Armando Montaña y Josefina Gancedo no se dijeron ni una palabra antes de dormirse. Había entre ellos un disgusto silencioso, pero también una realidad palpable y difícil de superar.
El calor de la cocina de carbón que subía por la chimenea hasta el tejado a través de la habitación ya hacía tiempo que había desaparecido. La madre tenía al niño metido casi bajo sí, como hacen las gallinas con los polluelos. Consideró la urgencia de la cuna, pero también el frío que podía pasar el bebé solo en ella.
Aquel día Josefina Gancedo pensó que los días eran muy estrechos y el hambre demasiado ancha. El salario de su marido apenas alcanzaba para pagar una alimentación sencilla y para los gastos generales de la casa, que se apuntaban cada semana en la libreta del economato.
—Sagrario Valdés ya sabe que tenemos el esquitón —advirtió Josefina Gancedo mientras planchaba unos pañales del niño sobre la mesa de comer.
—Eso no cambia nada —dijo su marido.
—No sería el primero que desaparece —recordó ella.
—Antes era diferente —afirmó él.
—El hambre tiene el mismo apellido en todas las épocas —sentenció ella.
—Voy a lavar —dijo Lola mientras salía con un balde de ropa en la cabeza protegida por un rodete y el cajón de lavar apoyado en la cadera y sujeto con una mano.
La Presa traía un agua cristalina y heladora. Lola descendió la cuesta hasta la corriente. Colocó el cajón en el suelo y el balde a su izquierda. A su lado ya estaba otra mujer lavando.
—Me puse arriba porque llevo ropa blanca —dijo Concha Paraja.
—No importa. Traigo cuatro trapos nada más —aclaró Lola.
—Hoy has venido tarde —dijo aquella.
—Estaba esperando a ver si calentaba el agua —bromeó Lola.
—El invierno nos va despedazando las manos —apuntó Concha Paraja.
—Y las rodillas —afirmó Lola.
—Fue una pena lo de la vaca —dijo Concha Paraja.
—Ya había dado todo lo que tenía que dar.
Las dos mujeres restregaban la ropa enjabonada contra la parte estriada del cajón para facilitar el enjuague. Por el frío del agua, las manos se les ponían rojas y, cada poco, las llevaban a la boca para echarles el aliento. Pero, a pesar de todo, nunca padecían sabañones, pues el propio esfuerzo del lavado provocaba una circulación sanguínea eficaz y combativa.
—Si en mi casa tuviéramos un lechonín… —dijo Concha Paraja, dando la impresión de que pensaba en alto, suspirando mientras golpeaba la ropa contra el cajón y la enrollaba para escurrir el agua.
—Un cerdo es un cerdo —sentenció Lola para quitarle importancia.
—¿Es cierto? —preguntó Concha mirando a Lola de reojo y con las manos juntas y quietas sobre la ropa arrebujada.
—¿El qué?
—Lo que dicen por ahí…
—¿Qué dicen por ahí, si se puede saber? —respondió Lola con tono grave.
—Mujer, no te enfades. Que tenéis un animal para el sanmartín…
—Habladurías. Un cerdo es un cerdo —repitió Lola.
El agua de La Presa llevaba un juego cantarín que brotaba desde su espejo sinuoso sobre los cantos rodados de colores en movimiento. Desde el puente anejo, algunos jóvenes sentados sobre el pretil bromeaban entre sí. El sol de nieve se nublaba a cada poco y parecía que el agua se enfriaba más todavía y estaba a punto de cuajar y quedarse mirando desde abajo a las dos mujeres como un narciso insoslayable.
—Concha Paraja también lo sabe —dijo Lola nada más entrar en casa dejando el balde sobre la masera con la ropa lavada y las manos yertas.
—¿Qué es lo que sabe? —preguntó acalorada Josefina Gancedo.
—Que tenemos el cerdo.
—Las buenas noticias vuelan —dijo su cuñada rebajando el tono.
—Lo importante es que se críe sano —aclaró Lola.
Aquella tarde, en el trabajo, Armando Montaña pensaba en el cerdo y la posibilidad de que alguien lo robara para criarlo en otro lugar. De vez en cuando, miraba a Evaristo Junquera como para interrogarse si a éste le quedaba otro animal en caso de pérdida del que le había regalado para el niño.
Con la preocupación prendida en la cabeza fue directamente a la cuadra nada más salir del trabajo. Abrió la desvencijada puerta hecha de tablas y dos travesaños un poco más sólidos y miró adonde solía dormir. Como estaba muy oscuro, pues no había luz eléctrica para evitar incendios y ahorrar el pago, volvió a la casa, cogió la linterna sin apenas saludar y regresó a la cuadra. Miró por todos los rincones posibles, pero no encontró al animal.
El que la cuadra fuera para ganado vacuno la convertía en un lugar amplio, lleno de recovecos donde nunca nadie había reparado, porque La Linda se veía en el medio, nada más abrir la puerta y de allí sólo se movía cuando la sacaban a beber. En un lateral estaba el pesebre, alargado, a unos cincuenta centímetros del suelo, cubierto de tablas y de hierba que iba cayendo fuera de él y allí se iba quedando para siempre, formando parte del decorado. En lo alto, una estantería hecha con reja de palo para almacenar pequeñas cantidades de heno. En el suelo, otro comedero abandonado, una gatera medio rota y retocada con tablillas cubiertas de polvo y mugre polvorienta. Y más allá, al fondo, un hueco angosto cubierto de tablones sin uso y medio apolillados en el que nadie había entrado desde hacía por lo menos quince años.
Armando se afanó en buscar al cebón por todos los rincones que se le ocurría, pero no osaba entrar en lugares en los que nunca nadie había osado entrar, como si fueran cuevas prehistóricas o reductos mitológicos. Por un lado, porque no se imaginaba que el gorrino se hubiera metido por allí y, por otro, porque no se fijaba en esos recodos olvidados durante tantos años, pues con La Linda, tan grande y presidiéndolo todo, los recovecos pasaban desapercibidos.
Armando empezó a ponerse nervioso. Pensaba pedir ayuda a su familia, pero era él quien precisamente estaba más seguro de que nunca nadie iba a hurtarles el animal y recibiría todo tipo de recriminaciones por no haberlo prevenido de alguna manera. Así y todo, fue a la casa con intención de recapacitar.
—¿Dónde has estado? —hace rato que sonó la sirena —dijo Josefina.
—Me entretuve hablando con Evaristo —tartamudeó él.
—¿Has dado de comer al animal? —preguntó Lola.
—Ahora iré —dijo con expresión preocupada.
—Si quieres, voy yo. Te veo con mala cara —dijo su hermana.
—No —negó raudo Armando—. Estoy perfecto.
—Deja a tu hermana que vaya, hombre. Se te ve cansado —sentenció Josefina.
—¿Cansado? Ni lo sueñes. Me encuentro muy bien, y tú lo sabes —dijo Armando con una picardía fingida mirándose en un pequeño espejo colgado de una columna de madera al lado de la mesa.
—Eres un tonto —dijo Josefina repudiando aquella pequeña frivolidad de su marido en presencia de su cuñada.
—Este cerdo nos traerá problemas. Te lo digo yo —afirmó Lola que tenía el niño en brazos intentando lavarlo en un balde con agua templada que había sacado con un cacillo de la caldera incrustada en la cocina de carbón.
—He traído leche de casa de Florinda —dijo Josefina Gancedo a su marido—. ¿Te preparo el biberón para el bicho?
—Bueno… sí. Gracias —contestó él.
—Toma. Es medio litro, más o menos. A ver si crece pronto —dijo ella, entregándole el biberón con la leche que previamente había calentado.
Armando Montaña salió de la casa con el biberón escondido para no levantar sospechas ante el vecindario, a pesar de que ya había anochecido y apenas se distinguía veinte metros más allá.
Estaba desesperado. Miró el biberón sin saber qué hacer con él. Lo colocó en una repisa y se asomó al cuarterón de la puerta de la cuadra para ver si le venía alguna idea. Al poco intuyó al animal que se acercaba haciendo eses, con las patas medio entrecruzándose para avanzar, desorientado, como si buscara la cuadra y no diera con ella. Dejando pequeñas huellas sobre la nieve todavía sin derretir del todo.
Armando Montaña abrió la puerta sin mirar a ninguna parte, echó una breve carrera y lo cogió bajo el brazo igual que si fuera un niño travieso y lo metió dentro. El bicho dio un par de pasos desacompasados y se dejó caer en el rincón mullido de su dormitorio.
Armando notó que se le venía de muy lejos un sobresalto que le invadió todo el cuerpo: el animal estaba enfermo. El peligro no estaba en los vecinos. El animal se podía morir. Se acercó a él, lo tocó: qué te pasa, pequeño. Aquel gruñó un poco y vio cómo le daba una especie de espasmo en las patas, pareciera que fuera a morirse en ese instante. Armando Montaña se estremeció y se cayó de espaldas por el susto. En pocos segundos el cerdo se quedó adormilado. Emitiendo leves sonidos guturales. El hombre se sentó en el taburete de ordeñar apuntando con la linterna al animal que no se movía, que mostraba un hocico que parecía esbozar una sonrisilla de satisfacción o eso quiso intuir el hombre tal vez como una forma optimista para quitar dramatismo al futuro incierto del animal. Luego miró al biberón que tenía sobre la repisa. Lo cogió. Se acercó al animal e intentó enchufarle con delicadeza la tetina en la boca que tenía medio abierta. Pero el animal no respondía. No se daba por enterado. Emitía leves gruñidos como soñadores.
Armando Montaña pensó en que sería mejor que Josefina lo intentara. Las mujeres tienen una intuición innata para estas cosas. Pero no podía presentarle al animal en aquellas condiciones. Así que desistió de esa pretensión. En apariencia, el animal estaba sereno. Después se dio cuenta de que no podía volver con el biberón lleno a casa. Debía pensar alguna fórmula para deshacerse de la leche. Pero tirarla, aunque no era muy creyente, era un pecado grave. Muy grave.
—He calentado otro poco de leche para el cerdo —dijo Josefina—. Por si acaso.
—Mujer, si es un bicho muy pequeño todavía… —dijo su marido.
—No veo pasar el tiempo para que se haga grande —recapacitó Lola.
Armando Montaña removió la boina sobre la cabeza en diferentes posiciones, buscando una postura ideal. La quitó y la colgó en un clavo de la pared. Acto seguido se asomó a la puerta de la casa, observando la antojana. Estuvo allí unos segundos y dijo con tono alarmante dirigiéndose a las mujeres: algo pasa por allá, donde el taller, a la vez que señalaba con el dedo índice. Las mujeres salieron hasta la puerta con la curiosidad pintada en las bocas. Por allí, dijo él, apuntando a lo lejos. Las mujeres se asomaron por el cuarterón a la vez, haciéndose sitio entre las dos marcaciones. Momento que aprovechó él para entrar en la cocina, arrimar la puerta y verter la leche del biberón en la jarra que estaba en la masera.
—Yo no he visto nada —dijo Josefina volviendo adentro.
—Tu marido ve visiones —aseguró Lola—. Llevo el niño arriba. ¿Vas a probar a darle un poco de leche con el biberón a ver si se acostumbra?
—No lo sé. Tengo leche bastante en los pechos todavía —dijo Josefina, tocándoselos y notándolos fecundos y voluminosos.
—La leche de vaca es muy fuerte para los bebés —atajó Armando.
—Juraría que la jarra estaba mediada y ahora la veo casi llena —dijo Lola, mirando en el interior de la masera mientras levantaba la tapa con una mano y sujetaba al niño con la otra.
—Te estás haciendo mayor —dijo Armando Montaña con una sonrisa forzada—. Tienes que ir a poner lentes.
—¡Bah! ¡Tú sí que estás medio ciego!

Información adicional

Peso 325 g
Páginas

206

Tamaño

Impresión

Papel offset ahuesado 90 gr

Portada

Portada con solapa 300 gr couché brillo

Encuadernación

Rústico Fresado

ISBN

978-84-15918-12-7

Olor a olvido, de Paloma del Carmen Díez Temprano

Las horas del ayer, de Jacobo Machover

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