Mundos de sombras
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Mundos de sombras nos presenta un caso insólito. Una extranjera ha desaparecido en La Ciudad en la que los turistas son especie protegida. Bianca Rossana Micussi estuvo con sus jóvenes amigos en el Club Paradiso.
Entre ellos, Yuri; un joven pintor sobre el que recaen las sospechas de la supuesta desaparición. Cinco amigos buscando un mundo diseñado para los desheredados.
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Descripción
Mundos de sombras nos presenta un caso insólito. Una extranjera ha desaparecido en La Ciudad en la que los turistas son especie protegida. Bianca Rossana Micussi estuvo con sus jóvenes amigos en el Club Paradiso.
Entre ellos, Yuri; un joven pintor sobre el que recaen las sospechas de la supuesta desaparición. Cinco amigos buscando un mundo diseñado para los desheredados.
Un concierto de Heavy Rock. Un Juicio Final y la desaparición de la turista amiga del grupo. El teniente Julio César Sánchez debe conducir la investigación apremiado por su coronel y por la necesidad de salvar su carrera a cualquier precio. Y el precio exige recurrir a cualquier estratagema.
Una desaparición se prolonga para siempre. Un asesinato es inmediato pero necesita una confesión. Le bastaría con una de las miles que pululan por estos mundos de sombras
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Multimedia
-I-
Yuri no sabe qué hora es. Puede que sea de mañana, quizás ya el sol esté alto. Él no lo nota. No le importa la hora. Puede que todavía no haya salido el sol. Le da igual. La calle está oscura. Para él la calle siempre está oscura. Las gentes son bultos que se cruzan en su camino. Bultos grises.
Ahora su vida transcurre en un mundo de sombras. Debe ser por eso que, cuando pinta sus cuadros, prefiere los colores ocres y apagados.
Antes Yuri saludaba al cruzarse en la calle con alguno de su barrio. Un saludo vago, casi siempre taciturno, pero un saludo, a fin de cuentas. Ya no. Ahora no conoce a nadie. Ha olvidado a todos y a todo. Olvidar es un ejercicio de libertad. Su único ejercicio de libertad. No mira a nadie. No escucha a nadie. Apenas camina con el instinto de llegar a casa, meterse en su estudio y dibujar sus ensueños de muerto.
No repara en la gente que se cruza con él en la calle, lo mira y murmura. Ellos viven en un mundo paralelo al suyo.
No le importa si se cruza con alguien. No son gente. El mundo es un lienzo lleno de siluetas grises. Sombras.
Sombras, nada más.
Yuri entra en casa. Todo está en orden. Yenia no ha llegado aún. Si estuviera en casa enseguida lo sabría. Ella es un torbellino que deja sus marcas por todas partes.
La casa sola. En silencio.
Entra en la cocina. Hay jugo de naranja en la nevera. Se empina la jarra y bebe.
Mirta tampoco está en casa. Mirta nunca ha estado en casa para ellos.
El cuarto de Yuri queda al fondo del corredor. En realidad, no es un cuarto. Es su estudio. Él es pintor. En su estudio tiene una cama. Es una cama de hierro, alta.
Entra y se desnuda. Le gusta estar desnudo en su cuarto. Un hombre es un poco más libre cuando está desnudo. Y es totalmente libre cuando está muerto. Por eso le gusta andar desnudo. Preferiría estar muerto. Morirse desnudo. Ha soñado una manera de morir. Quizás algún día, más temprano que tarde, lo consiga.
Desnudo esperará por Yenia. Como siempre.
Busca qué fumar. Nada. Quizás Yenia traiga cigarrillos. Por el momento prende una de las colillas que encuentra en el cenicero.
¿Dónde estará? No sabe dónde la dejó. No recuerda dónde fue que se separaron. Es que en la noche todo se vuelve oscuro y sombrío. Hasta la memoria. Por eso le gusta la noche. Para poder olvidarlo todo.
Prepara la paleta y monta un lienzo en el atril.
Prende una segunda colilla.
Otra vez pintará a Yenia.
Cuando llegue vendrá directo al estudio, a posar para él.
Una vez más intentará su retrato. Quizás este pueda concluirlo.
Pasea por el cuarto mientras espera. Observa sus cuadros. Sus cuadros son su historia, su familia. No tiene a nadie más que a sus cuadros y a Yenia. Y ella es una extensión de sus cuadros.
Trata de imaginar el mundo sin sus cuadros. Supone un mundo en el que falte Yenia. Entonces se da cuenta de que cuando eso ocurra él estará muerto. Respira por esos cuadros. Y pinta esos cuadros por ella.
Yuri piensa en la muerte. Porque está en todo. La mesa de madera es un árbol muerto. Come encima de un árbol muerto. Trabaja encima de un cadáver. Se alimenta de animales muertos. Una vez dijo eso en clases y la maestra de Biología hizo una arqueada. Nada menos que la maestra de Biología. “Es duro admitirlo, pero somos unos animales que nos alimentamos de la muerte”, recalcó. Y la maestra le ordenó que saliera del aula. No comprende a los maestros. No comprende a nadie. Solo a Yenia.
Yuri piensa en la Muerte y espera a Yenia para dibujarla una vez más.
Ignora que en ese instante la Muerte está llegando a la puerta de su casa. Se acerca en un carro de patrulla de la policía. La Muerte que viene uniformada de azul, en su busca, para llevarlo.
Una Muerte que viene buscando otra muerte, vieja y olvidada.
Viene a cobrar con otras muertes más una vida que se perdió, supuestamente…
Es alguien que llama a la puerta con los nudillos.
-II-
Yenia acaba de llegar a casa. “Que Mirta no esté”, piensa. “Que Mirta no esté”, reza. A pesar de que es agosto trae puesta una bata negra de mangas largas.
Deja el bolso sobre el butacón.
Es un bolso tejido con hilos de varios colores. Un regalo de Susy. Ella misma lo hizo y se lo regaló, hace un año, el día que cumplió los diecisiete.
Suelta los zapatos sobre la alfombra del comedor.
Le gustan estos zapatos; son unos zuecos. Le gustan porque no tiene que hacer esfuerzo para quitárselos, basta con un movimiento del pie para soltarlos en el lugar que desea.
El piso está frío. Los suecos quedaron sobre la alfombra del comedor: uno indicando hacia el este, el otro al este nordeste. Ella no lo sabe. Ni siquiera se volvió para mirar los zapatos después que los dejó sobre la alfombra del comedor. Poco le importa si existen el este y los demás puntos cardinales.
Entra a su cuarto.
Antes el cuarto de Yenia era de Mirta, pero ella se lo exigió y su madre tuvo que acceder al cambio. Entonces mandó a colocar el reloj en el techo, donde Mirta tenía la lámpara; y la lámpara en la pared, donde estaba el reloj.
Un hombre vestido de mono azul vino para hacer los cambios. Era un empleado de su madre. Yenia le brindó una taza de té y se sentó en el suelo, a mirarlo. El hombre no mostró asombro por nada, como si lo más natural del mundo fuera colocar un reloj en el techo y una lámpara de techo en la pared. Trabajaba como un robot. Hizo su tarea en silencio y apenas probó un sorbo del té. Ella lo miraba desde el rincón, con las piernas recogidas y la barbilla apoyada en las choquezuelas. Tenía puesto su batón negro. Cuando el hombre terminó, Yenia se puso de pie.
—¿Quieres más té?
—No, gracias.
—¿Eres del Partido?
—Sí.
—¿Quieres acostarte conmigo?
El hombre fingió una sonrisa, pero ya ella se había despojado de la bata. Cuando intentó decir algo la lengua de la muchacha estaba incrustada en su garganta. De pronto, se encontró acostado sobre el colchón, con los ojos fijos en el reloj que acababa de colocar en el techo. Yenia, clavada en su sexo, movía los brazos y arqueaba el cuerpo en algo ridículo parecido a una danza hindú, al compás desde el fondo de su pecho de una balada de Iron Maiden.
El hombre salió del cuarto más asustado que satisfecho.
El cuarto de Yenia está lleno de guindajos que cuelgan de la pared. Como hay muchos objetos regados por el piso no se puede caminar sin tropezar con alguno. En una de las paredes hay un cuadro pintado por Yuri. Es una representación de una mujer desnuda que se arranca los ojos. En otra pared hay un graffiti con un verso de Tagore y, junto a este, otro con una frase sin firmar: EL QUE SE RIE CUANDO LAS COSAS LE VAN SALIENDO MAL ES PORQUE YA TIENE PENSADO A QUIÉN ECHARLE LA CULPA.
Clavado, detrás de la puerta, un póster de Metallica. Y otra pintura, también de Yuri. Una muchacha desnuda y crucificada. Los clavos de su cruz son penes. Tiene en la cabeza una corona de cristales rotos que se entierran en su piel. Del fondo del sexo le emerge una serpiente. Sonríe. A sus pies una leyenda: Hero of the day. La muchacha es Yenia.
En otro espacio de la pared hay, colgados, muchos collares: de semillas, de cuentas de barro, de astillas de maderas preciosas, de pedacitos de cristal…
Yenia se saca la bata. Lo hace doblando apenas las rodillas, para agarrar con las dos manos el extremo inferior de la prenda. Después, con un gesto rápido, levanta los brazos y la saca por encima de los hombros.
Ayer Yenia se volvió a cortar el pelo. A máquina, con la cuchilla número dos, sin soporte. Yenia es rubia. Tiene los ojos verdes, como Yuri.
Ahora el batón está en el suelo, junto a las Páginas Escogidas de Jorge Luis Borges y un ejemplar de la novela Fiebre de Caballos de Leonardo Padura. También los Diez Sonetos a Cristo de Dulce María Loynaz; una novela policíaca de Raymond Chandler que le prestó hace unas tardes un tipo simpático y narizón que conoció en el Club Paradiso y con quien se acostó; y la última novedad de la Editorial “La Loma”, de La Ciudad: Queriendo mirar detrás del horizonte, primer libro del joven poeta Celestino Luján Delgado.
Esto es lo que se encuentra, a simple vista, en el suelo del cuarto de Yenia. También una libreta de números telefónicos. Comienza por la A, con el número de Alicia. Hay muchos números más: el de Susy que no hace falta anotarlo, el de La Asociación de Jóvenes Artistas, el de La Unión de Escritores, el de la oficina del gas, la policía, los bomberos —un día estará, inconsciente, en los brazos de un hombre que ha tratado de salvarla de las llamas; parecerá un fantasma incoloro en medio de la gente que corre, grita y pide auxilio ante el fuego que se levanta sobre el edificio donde está su casa; gente que pasa por su lado sin saber que pasaron— ¡los bomberos!, el agua, la Empresa Eléctrica, la Escuela de Economía, la Escuela de Arte —donde estudiaba Yuri hasta hace dos meses—, la oficina de Mirta, el directo de Mirta, Mirta por pizarra, otro teléfono donde a veces puede encontrar a Mirta, el otro donde casi nunca la encuentra… Total, ya nunca la llama.
En el suelo, además, una cajetilla de Marlboro vacía, algunas hojas de papel llenas de garabatos que no son más que vanos intentos de poemas, un bolígrafo, un paquete de condones…
Está de pie frente al espejo. Desnuda. No acostumbra a usar ropa interior. En la muñeca derecha luce un pulso de cuero y en el cuello un collar de caracoles que compró en el Fondo de Bienes Artesanales. El collar es largo y le llega hasta el ombligo. El ombligo es redondo y profundo. Hace un par de meses se perforó la piel junto al ombligo y se puso una argollita de oro. (Yenia se ha puesto seis argollas en cada oreja, una en la lengua, una en el ombligo y otra en el clítoris). Cuando está vestida con el batón negro el collar le hace contraste, porque los caracoles son blancos. Ahora el collar se confunde con su piel.
Siente ruidos en el cuarto del fondo. Es Yuri. Ahora no recuerda a qué hora se separó de él. Dónde lo dejó. Con quién lo dejó. Ahora no recuerda si fue él quien la dejó a ella en alguna parte. Lo ha olvidado. Olvidar es un ejercicio de libertad. Su único ejercicio de libertad. Sonríe y se pasa la mano por la pelvis. Yuri siempre está con ella. Están juntos desde el vientre de Mirta. Él nunca la deja sola, ella tampoco a él.
Sonríe y no es una sonrisa maliciosa ni lasciva. Sonríe, frotando su pelvis. Yenia se acaricia el vientre, piensa en Yuri y sonríe con la más pura sonrisa que alguien pueda imaginar.
Los dedos se deslizan hasta la entrepierna y hurga con ellos entre la maraña de pelos. El pubis de Yenia es suave y pajizo. El dedo del medio se encuentra con el clítoris duro, juega con la argolla húmeda y un escalofrío de placer le recorre todo el cuerpo. Está mojada.
La mano sube y el dedo del medio va a parar a la boca. Lo chupa. Siente ruidos en el cuarto del fondo.
Yenia sale al pasillo y camina hacia el estudio de Yuri.
Hace mucho tiempo que dejaron de sentir remordimientos por lo que hacen. Si alguien ha decretado el fin de la historia, el fin de la filosofía, el fin de la humanidad, qué importa la familia.
Hace mucho tiempo que ellos decretaron el fin de la familia. O, visto de otra manera, no puede existir el fin de algo que no ha sido.
Nunca fueron una familia. Ellos lo saben. Desde que aprendieron que Mirta no es su madre, jamás lo fue. Mirta siempre ha sido una funcionaria muy ocupada para perder el tiempo en la tontería de ser madre de un par de mellizos preciosos. Desde que la propia Mirta les dijo que Arsenio no era su padre, sino un traidor a la Patria.
—No hay Dios —dijo Yenia un día.
—No puede haber una familia si no hay Dios —sentenció Yuri.
—Puede haber una ciudad sin Dios, pero no una ciudad sin abuelos —concluyó Yenia—, usando los versos de un poeta triste con quien se había acostado un par de veces.
—No puede tener abuelos quien no tiene padres.
—Somos un par de niños probeta —le dijo Yenia a Yuri. Y le besó los labios por primera vez. Los dos temblaban de frío y pasaron la noche llorando, cada uno en su cuarto. Cuando no pudieron llorar más comenzaron a masturbarse. Yenia evocando a Yuri. Él a ella. Fue un acto simultáneo y sin premeditación. Pero cada uno sabía que el otro lo estaba haciendo. Amanecieron con un orgasmo simultáneo.
Todas las noches se acostaban llorando.
Luego, cuando empezaron a beber alcohol, aprendieron a olvidar. Cuando comenzaron a acostarse juntos dejaron de llorar. Cuando empezaron a fumar marihuana comenzaron a parecer felices.
Yenia camina hacia el cuarto de Yuri, desnuda. No importa las veces que tuvo sexo la noche anterior, no importa con cuántos lo hizo. Ahora desea hacer el amor. Se acuesta con muchos, pero solo hace el amor con Yuri. O con Susy.
Ahora solo desea hacer el amor con él: besarlo, lamerlo, chuparlo, sentirse penetrada por delante y por detrás con esa mezcla de furia y delicadeza que solo él es capaz de conseguir.
“Nothing is stronger than gentleness. Nothing so gentle as strength”. Yenia hizo que él le tatuara la frase en el vientre, con letras góticas. La letra bajo su piel, emergiendo en la epidermis como una sentencia capital. La frase que renace, bautizada por su sangre y con la caligrafía de Yuri.
Yenia camina desnuda hasta el fondo del pasillo. Necesita hacer el amor con él, como es su costumbre, frente al lienzo. Le gusta posar para él en posiciones groseras y lascivas. Verlo con el pincel en la mano y el pene erecto, dibujándola mientras se muere de los deseos de poseerla. Entonces siente cómo se le humedece el sexo y los flujos le bajan y corren por sus muslos. Imagina el miembro de Yuri, con la cabeza roja y palpitante, bañado de acuarelas.
Le gusta que Yuri se unte el pene de muchos colores.
Siempre acaban haciendo el amor hasta el éxtasis. Luego se sientan, desnudos, a mirar el cuadro. Al final lo rompen o lo queman para volver a empezar otro día. A veces Yuri lo guarda para terminarlo en otra sesión de lujuria y marihuana.
Siempre fuman cuando lo hacen.
Una tarde, Yuri le mostró uno de los pliegos que guardaba:
“Quiero terminar esto, pero le falta el rojo. Necesito un rojo natural. Sé que estás menstruando”.
Y le cubrió el cuerpo con óleo color tierra. Pintó sus cabellos, los labios, las pestañas y las cejas. Deslizó el pincel entre sus nalgas, le embadurnó los labios de la vulva, el clítoris rojo. Después lo hicieron, con un desenfreno que superó al de todas las veces anteriores. El boceto se tiñó de sangre, de semen, de llanto, de lujuria… Aquellos birriajos eran un grito sobre la cartulina. Un grito que anunciaba algo tremendo: una verdad bella, cruel y morbosa al mismo tiempo. Yuri tituló al cuadro “Vergüenzas” y lo mandó al salón de arte joven de la Casa del Joven Artista de La Ciudad. Ganó el Primer Premio.
Ahora el cuadro está colgado en el fondo del estudio, en medio de otros tantos desnudos de mujer. Desnudos de Yenia y de Susy. También hay una reproducción de “La habitación de Arles” de Vincent Van Gogh; un destello amarillo en medio de un mundo de colores opacos. El cuarto donde Van Gogh se volvió loco, como un sueño que cuelga de la pared. Toda obra de Yuri.
El estudio es oscuro. Frío en invierno, caluroso en el verano. Es un cuarto gris, con las ventanas clausuradas y cubiertas por cortinas grises.
Yenia abre la puerta. Debía encontrar a Yuri desnudo, pero está vestido: pantalón caqui, camiseta ancha, zapatillas de cuero. Debía estar pintando, pero los pinceles y la paleta están ociosos sobre la mesa. Debía estar solo, pero está acompañado.
El rostro de Yuri parece decir “no entiendo qué pasa”. El rostro pálido, los labios sin sangre. Sus ojos buscan una explicación en los de Yenia y enseguida se pierden en el techo, como pidiendo ayuda a Dios. Pero Dios no existe. Sus manos escondidas en la espalda. En todos sus músculos la lasitud de la derrota, de la sorpresa. Yuri está llorando, tiembla. Su cuerpo flota en medio de los dos policías que lo sostienen por los brazos.
Dos policías; un par de negros uniformados que se quedan con la boca abierta cuando ven a Yenia, tan blanca y desnuda, en el umbral de la puerta.
Información adicional
Peso | 224 g |
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Tamaño | |
Páginas | 180 |
Impresión | Papel offset ahuesado 90 gr |
Portada | Portada con solapa 300 gr couché brillo |
Encuadernación | Rústico Fresado |
ISBN | 978-84-939665-1-5 |
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