De gazapos y erratas, culpa a Titivillus
“No hay tianguis sin ratas, ni libro sin erratas”.
Refrán popular mexicano
El gazapo, errata, mentira, mosca o como quiera que lo tengas a bien llamar es una equivocación que se cuela en el texto impreso, ya sea como error ortográfico o gramatical. Las erratas son tan antiguas como los libros y no hablamos sólo de libros impresos, sino desde la dedicada labor de los amanuenses.
Tan antiguos son los errores en los textos que hasta tienen su propio demonio particular, de nombre Titivillus (o Tytivillum, Tintillus, Tytinillus, Tantillus, Tintinillus, Titivitilarius y Titivilitarius) que se encargaba de introducir gazapos y anotar los escribas indolentes que no se percataban de sus travesuras. Este pequeño diablo fue tan popular que se le considera el patrón de los escritores, editores e impresores.
¡Maldito Titivillus!
Como quiera que sea, las erratas son heridas al texto y astillas para los ojos del lector. Encontrar uno o dos gazapos en un libro es muy común, incluso en una edición muy cuidada, porque al fin y al cabo la literatura es una creación del hombre y adolece de sus defectos. El lector puede pasar por alto un guion corto cuando debe ser largo o que no aparezca un punto final en un párrafo; o incluso perdonará alguna letra mal puesta, fruto evidente de un error de tecleo.
Pero si ya salta a la vista que el libro más que producto terminado es un manuscrito lleno de pifias, no hay que asombrarse si el lector cierra el libro, pone al autor en su lista negra y de paso se fija en la editorial, para no comprar nunca más uno de sus productos.
Algunos autores tienen la concepción errónea de que el lector es tonto, o al menos lo suficiente como para pasar de largo los gazapos en la obra porque, a su criterio, la historia es tan interesante que opaca a la forma. Pues no es así: por muy bien contada que esté la trama, si es necesario que el lector traduzca lo que está escrito… Pues gracias, pero no, gracias. Un libro plagado de erratas es una falta de respeto para con el lector.
¿De quién es la culpa de los gazapos?
Los escritores dicen que del editor, porque es tarea de ellos el contratar un buen corrector que arregle la ortografía. Pero se les olvida que el editor es el primer lector que va a tener su obra: si ellos detectan indolencia de parte del autor y que les va a ser muy engorroso eliminar todas las erratas, lo más seguro es que no pase el filtro editorial.
Para ser más claro hala, a la papelera con el manuscrito.
Luego de aceptada la obra, esta pasa a corrección editorial. Al menos, en teoría, porque muchas editoriales de autopublicación y algunas (indolentes) editoriales de coedición se ahorran el coste de la revisión, descargando por completo esa responsabilidad en el autor. Pero las editoriales que se respetan mandan a revisar cuidadosamente el texto.
Tal como deberías tú contratar a un corrector orto tipográfico y de estilo, si quieres autopublicar en Amazon.
Acá, un secreto a voces: aunque tengas una ortografía y redacción perfecta, capaz de pescar al vuelo cientos de gazapos en un libro publicado, cuando te enfrentas a tu propia obra esto no se cumple. Puedes y debes corregirla a fondo y con lupa, pero como es un fruto de tu mente, ella te va a jugar malas pasadas, siendo ciega a los errores. Es por ello que en el proceso de creación del libro el manuscrito pasa varias veces por al menos tres pares de ojos: el corrector, el editor y el autor.
A Titivillus rogando y con el mazo dando
Luego de que el corrector revisa el documento en comunicación con el autor, toca el turno al editor. Este va a encontrar errores y cosas que arreglar en el manuscrito, que luego consultará con el autor. Aquí tienes la segunda oportunidad como autor de atrapar gazapos.
Luego, viene la maquetación y la primera prueba de galeras (o galerada). Antes era la tirada de un solo ejemplar en papel (comúnmente llamado ferro) para que el autor y el editor revisaran no sólo la maquetación, sino también atraparan más erratas. Ahora se hace en formato electrónico, pero igual tienes que prestar mucha atención porque esta tercera vez será la última oportunidad de detectar errores. Después de que revises el documento, el editor arreglará con el maquetador las pifias que tú encuentres y revisará otra vez la maqueta, por el bien del prestigio de su editorial.
Y luego, a imprenta. Ya habrá tiempo después para revisar el libro impreso y maldecirnos por los errores que, tras tantas revisiones, Titivillus puso en nuestra obra.
Pero mucho peor la lleva el escritor autopublicado, porque no cuenta con el concurso de un editor que ponga sus ojos a la caza de gazapos. Muchos de ellos ni siquiera invierten en su obra para contratar una corrección editorial, que es lo mínimo que puede hacerse para respetar al lector y su propio prestigio.
Claro está que nuestro demonio patrón tiene para ellos un sitio muy especial en el infierno que se llama escarnio y olvido. Porque cualquiera no sirve para corregir: es una labor compleja, especializada y muchas veces ingrata. Y, como la última palabra la tiene el autor, en muchas ocasiones no se le hace caso a su opinión experta y —cosa curiosa— hasta se le reprende.
¿Necesito tener entonces fe de erratas?
En realidad, no.
La tabla de correcciones o fe de erratas es una (o varias) hojas que se agregan a la encuadernación de un libro, alertando al lector de los errores detectados a posteriori en una edición. Esta es una parte vital en los libros de texto, pero innecesaria en la literatura de ficción: gracias a las técnicas de impresión modernas y las tiradas reducidas, en cada reedición pueden corregirse fácilmente los errores que se pueden haber escapado.
¿Y los primeros libros con errores? Ahí se quedan, para escarnio de autores y editores; a la buena voluntad de que el lector las pase por alto y saque la idea que quiso decir el escritor por el contexto.
Porque siempre hay errores. Un editor cuyo nombre no se conserva estaba tan seguro de su revisión perfecta que puso en la primera página «Este libro no contiene eratas»; tal como el famoso impresor español Ibarra sentenció: «Una obra no es perfecta si le falta la fe de erratas».
Valga que el primer libro con fe de erratas es un Juvenal, impreso en Venecia en 1478, donde la fe de erratas ocupaba dos páginas. Y, para que te rías de los correctores modernos, La Suma de santo Tomás de 1578, tenía una fe de erratas de ciento once páginas.
Y en la historia, para su escarnio, quedaron ambas.
Los gazapos en la historia
La primera errata hallada en una obra impresa apareció en el Salterio de Maguncia, impreso en 1457. En vez de «Psalmorum codex» dice «Spalmorum codex», error que fue corregido en la edición de 1459.
Se cuenta que el impresor Robert Estienne (París, 1503 – 1559) era tan meticuloso que contrataba a diez correctores en su imprenta. Luego de tantas revisiones, pegaba las galeradas del libro en la vidriera de su establecimiento y si algún transeúnte encontraba un error recibía un premio. Aun así, luego de imprimir aparecían erratas.
El papa Sixto V mandó a imprimir una edición de la Vulgata, cuyas pruebas él mismo revisó. Tan complacido estuvo que insertó al final una bula papal excomulgando a cualquiera que alterara el texto. Pero tuvo que retirarla, porque la Vulgata era un parque de atracciones llena de gazapos. Otro papa, Pío IV, patrocinó una biblia latina impresa por Pablo Manuzio en 1561, que tuvo que reeditarse por estar plagada de erratas.
En conclusión, recuerda que lo perfecto es lo enemigo de lo bueno, pero es necesario hacer lo indecible por eliminar las erratas, aunque alguna quede. De hecho, como el castellano es un idioma dinámico, la RAE puede crear algunas nuevas. Recordemos que ya «sólo» o «guión» se escriben sin tilde desde hace relativamente poco, sin ir más lejos.
Igual, si juzgamos un texto como El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en una edición antigua, veremos mil barrabasadas que no lo eran en su contexto histórico. Pero no por ello deja de ser la obra cumbre de la Literatura Hispana.
Así que, mientras lees, un poco de indulgencia con las bromas de Titivillus.