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La falacia de las tres metas

(o Sobre el daño que José Martí le ha hecho al mundo editorial)

Bajo la falacia de que de todos podemos escribir un libro, a quienes le sobra el tiempo proclaman a los cuatro vientos que las editoriales —por resonancia, también los que trabajamos en colaboración con ellas— medran a costa del esfuerzo de los escritores.

Acá se juntan dos presunciones erróneas. La primera es que todos sabemos cómo escribir. La segunda falacia es que, además, estamos capacitados para editar.

No es sólo “escribir”

Todos podemos escribir, claro está, cumpliendo la premisa de que pasamos como mínimo unos años de escolarización. Pero de ahí a irse arriba e incluir la coletilla de un libro es, como mínimo, arriesgarse a una falacia.

Dado el caso de lograr hilvanar una sarta de ideas para lograr la meta ilusa de “escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo”; lo más probable es que tu esfuerzo como escritor no sea algo que yo (o nadie) desee leer.

Igual que hay muchos que no tienen un hijo —por razones objetivas o subjetivas— o quién no encuentra el tiempo para plantar un árbol —y esa es en realidad la más sencilla de las tres tareas—, no todos podemos escribir un libro. El poeta cubano José Martí, responsable de la frase, de seguro tenía buenas intenciones… pero de ellas está empedrado el camino del infierno.

La inmensa mayoría de esas estrellas mediáticas, que con orgullo anuncian en la tele que su biografía ya está a la venta en las librerías, en realidad no han escrito una sola cuartilla. Vamos, realmente lo que tienen es el dinero necesario para pagarse un escritor por encargo para hacer el trabajo por ellos.

De mi parte, nada en contra: al revés. Me parece en extremo inteligente que si tienes una historia que contar —y no quieras perder el tiempo en pasar de saber escribir, a saber cómo se escribe— pagues a alguien para que sea tu vocero. Ya las ventas van aseguradas con tu fama y esa hay que mantenerla: tu carrera está primero y fue lo que te llevó a la cima en primer lugar, así que no hay tiempo para tonterías literarias.

Falacia: no es lo mismo saber escribir, que saber cómo escribir

Lo triste es que esa falacia impulsa a mucha gente a pensar que “si Fulano de Tal escribió un libro tan bueno, seguro yo también puedo”.

El escritor por encargo —o escritor fantasma, o negro literario, o como quiera que le deseen llamar en cualquier territorio continental o insular— es un profesional que realiza un servicio y cobra por ello. Luego de completadas las entrevistas a la estrella de turno y entregado el manuscrito en el tiempo acordado por su contrato, si lo he escrito no me acuerdo.

No hay nada deshonesto en ello. Como escritor capaz, sabe los mecanismos para contar una historia de forma efectiva y atrayente para los lectores. Como narrador, comprende qué partes serán escritas tal como la estrella las cuenta y cuáles deben adornarse u omitirse, de manera que el prestigio de la figura central no se ponga en tela de juicio.

Y es un asalariado, así que comprende que, de escribir sus propias historias —cosa que hace también como autor— la lenta maquinaria de la retribución editorial no le permitirá llegar a fin de mes. Mejor unos 6 o 7 mil euros ahora, aunque más tarde la figura y la editorial se forren. No es motivo de conflicto y el negro literario es un oficio común en el ámbito literario, que sustenta a personalidades reales y ficticias como Alejandro Dumas o Corín Tellado, por sólo lanzar un par de ejemplos.

Como si fuese tan fácil

No estoy proclamando que todas las personalidades que tienen uno o más libros se han servido del concurso de escritores fantasmas. Pero no tiene lógica que un deportista de alto rendimiento tenga tiempo, conocimiento o ganas de escribir su propio libro. Y que, además, sea un éxito.

Voy incluso a permitir la indulgencia de que algunos famosos, con ciertos estudios profesionales e inclinación innata hacia la escritura, puedan poner sus ideas en orden en un papel. Pero, aun así, ese borrador va a pasar por fuerza por las manos de un escritor avezado. Este lo va a transcribir/traducir a un manuscrito, para que un editor lo pueda digerir. 

Después de una década de duros entrenamientos y juegos al primer nivel internacional, nadie dice “pam, ahora me voy a sentar a escribir unas seiscientas horas y me saldrá un libraco que me lo compran sí o sí”. Como mismo tampoco un escritor de alto perfil puede de repente agarrar una raqueta y ganar el Abierto de Australia.

El problema radica en que ese tipo de literatura impulsa a creer que todo el mundo puede escribir un buen libro. Luego, que este acto le permite disfrutar de una vida plena. O que su historia es digna de ser contada, necesita ser escuchada por todos y que, de esta forma, puede alcanzar la trascendencia.

Nada, que el estudio y lectura constante, asistir a talleres literarios y cursos de escritura, confrontarse durante años con la página en blanco para alcanzar el oficio necesario y el apego —o, al menos, el conocimiento profundo— a las reglas del idioma son cosa de debiluchos o literatos a los que les falta el talento y el empuje.

“Ya verás cómo echándole huevos me sale una pieza redonda”

Entonces, tras poco pergeñar, tenemos un borrador que nos parece el non plus ultra.

Se la damos a leer, muy orondos, a familiares y amigos. Como enseñamos al hijo que trajimos al mundo, o mostramos cuanto ha crecido aquel árbol que plantamos hace unos años (y nunca nos ocupamos luego de ver si tenía suficiente sol y agua, si la tierra era la correcta o si tuvo que lidiar con incendios forestales, tala o enfermedades).

Todos nos elogian, así que la enviamos sin dudar a una editorial, que al poco tiempo nos la rechaza. Y a otra, que también. Rezongamos, despotricamos contra la maquinaria infernal de la publicación, consideramos a los editores unos cortos de luces (en el mejor de los casos) y unos parásitos del escritor (la mayoría de las veces).

Luego de mil rechazos, decidimos que eso no va a interponerse en el camino de nuestra trascendencia. Así que nos proclamamos independientes y nos autopublicamos. Porque, al final, caemos en la falacia de que el trabajo del editor no puede ser tan difícil, ¿verdad?

(Continuará)

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